A lo largo de la historia la Iglesia Católica ha sido cuestionada por diversas razones. En algunas ocasiones, justificadamente. Sin embargo, esto no desvirtúa su papel como sucesora de la primera Iglesia fundada por Jesucristo. La labor catequética que desempeña es fundamental para transmitir la fe sustentada por la doctrina que difundieron aquellos primeros apóstoles de Jesús.

La Iglesia católica, cauce y guía de la fe

Siempre han existido los detractores de la Iglesia católica, la papista iglesia de Roma. Desde sus comienzos, ha sido éste un elemento común en los diferentes cismas habidos en la Iglesia de Jesucristo: la acusación de que no era la verdadera iglesia fundada por Él. Como si para mantenerse en lo verdadero, en lo auténtico, fuera necesario separarse de lo original. Aun en nuestros días, entre los propios católicos, es frecuente oír la expresión: “creo en Dios, pero no en la Iglesia ni en los curas”. Casi siempre, detrás de estos planteamientos contrarios a la Iglesia y a sus postulados subyace un propósito de adaptar la fe que se dice profesar a los propios modos de comportamiento, estilos de vida y formas de pensar. La Iglesia, sin embargo, está llamada a desempeñar un papel corrector cuando el comportamiento humano se desvía de la doctrina de Jesucristo. Además, es la responsable original de trasmitir esa doctrina que Jesús se esforzó en inculcar a sus discípulos, cuyos sucesores son los obispos. Jesús podría haberlo hecho de otra manera; sin embargo, instituyó su Iglesia dejándola en manos de los apóstoles y asegurándoles que el Espíritu Santo permanecería en ella a través de los tiempos. Hay sobrados motivos para concluir que la católica es la auténtica Iglesia fundada por Jesucristo, pero no es este el lugar para argumentar tal aseveración. Baste decir, por ejemplo, que fue ésta una de las razones por las que el sacerdote protestante anglicano John Henry Newman (1801 – 1890) se convirtió al catolicismo en 1845, proclamándolo cardenal en 1879 el papa León XIII. Newman fue canonizado por el Papa Francisco el 13 de octubre de 2019. Para Newman la Iglesia católica es la única que se ha mantenido fiel a la doctrina de los Padres de la Iglesia. Por otra parte, quizá una muestra de la falsedad del protestantismo sea la multitud de divisiones sectarias a las que ha dado lugar.

La celebración de los sacramentos viene a ser, en la actualidad, el eslabón que mantiene a muchos católicos vinculados, en cierto modo, a la Iglesia. Si bien, esta vinculación es cada vez menor, como ha quedado descrito al hablar de la fe que se profesa. Por otra parte, no todos los sacramentos ejercen el mismo poder de atracción sobre los católicos actuales. Pero es cierto que todavía hay celebraciones sacramentales que siguen teniendo un alto atractivo social digno de tenerse en cuenta. La Iglesia actual intenta aprovechar esta circunstancia para catequizar de alguna manera a quienes pretenden acercarse a alguno de estos sacramentos, podríamos decir, “más sociales”. Ciertamente, en la vida de aquella primera Iglesia, más próxima a las enseñanzas de Jesucristo y de sus apóstoles, la catequesis que preparaba a quienes querían formar parte del grupo de los cristianos era fundamental. Ningún catecúmeno se bautizaba sin que existiera la certeza de que tenía interiorizada y asumida la fe de Jesucristo. Y si, una vez bautizado, se apartaba de la doctrina cristiana era expulsado del grupo. Dejaba, por tanto, de ser cristiano; por lo cual dejaba de asistir a las reuniones en las que se recordaba la “última cena”. Tras esa catequesis de iniciación al cristianismo, previa al bautismo, ya no existía una catequesis específica. Tan solo se participaba en las reuniones en las que se hacía memoria de los dichos, la vida y milagros de Cristo. Y, por supuesto, se practicaban sus enseñanzas, que consistían en ejercer la caridad y celebrar habitualmente el sacramento de la Eucaristía y de la Penitencia. Todo ello en comunidad, siempre en comunidad.

La Iglesia católica, cauce y guía de la fe
Es cierto que todavía hay celebraciones sacramentales que siguen teniendo un alto atractivo social digno de tenerse en cuenta. La Iglesia actual intenta aprovechar esta circunstancia para catequizar de alguna manera a quienes pretenden acercarse a alguno de estos sacramentos, podríamos decir, “más sociales”.

Actualmente las cosas han cambiado mucho. Los nuevos católicos, dada su corta edad, son bautizados por iniciativa de los padres sin que exista, por tanto, ese proceso de iniciación a la doctrina de Jesucristo. De alguna manera, se pretende suplir el aprendizaje de la doctrina y clarificar el compromiso de vida cristiana cuando llega el momento de la Confirmación, al que no todos los bautizados acuden. También a los padres, generalmente, cuando solicitan el sacramento del Bautismo para sus hijos, se les imparte una breve catequesis. Ahora bien, en donde la Iglesia católica parece volcarse decididamente a la hora de catequizar es cuando los pequeños quieren recibir la “Primera Comunión”. Otro momento clave en cuanto a la enseñanza catequética se refiere es el del sacramento del Matrimonio, para cuya celebración se suele exigir la realización de un breve cursillo prematrimonial. Además, existe en las parroquias la catequesis continua de adultos a la que suelen asistir algunas de las personas de mayor edad. Hay otros cauces de transmisión de la fe en el ámbito parroquial y diocesano, pero los mencionados son, a nuestro juicio, los más significativos y populares. Pasemos a realizar un breve análisis de esta variopinta actividad catequética.

Las jóvenes parejas que, cada vez más minoritariamente, se acercan a un templo católico para pedir la cita que les permitirá celebrar el sacramento del matrimonio -casarse por la iglesia- saben que el párroco o el responsable de turno les va exigir que acrediten haber realizado un cursillo prematrimonial. Con estos cursillos, que duran generalmente una semana (los hay intensivos de un fin de semana), se pretende, por una parte, prevenir las rupturas de pareja cada vez más frecuentes; por otra, clarificar el sentido y alcance de la celebración que pretenden llevar a cabo los contrayentes. Efectivamente, quizá sea la preparación más importante que se debiera afrontar, puesto que la celebración de este sacramento será el germen de la nueva familia católica. Sin embargo, este cursillo no parece ser abordado con tal trascendencia. En realidad, consiste en un ciclo de charlas en las que se suelen tratar temas como la comunicación en la pareja, cuestiones legales, aspectos relacionados con la sexualidad y la reproducción, teología y liturgia del sacramento. Dada la limitación de tiempo que impone la vida moderna, los asistentes suelen faltar a alguna de las charlas. A veces, sólo asiste un miembro de la pareja. La autoridad clerical no suele ser muy exigente en este sentido porque es consciente de las dificultades de los asistentes. Sin embargo, a la hora de la celebración se suele ser mucho más estricto para que la liturgia no se convierta en un folclore añadido al que tendrá lugar a continuación, con el banquete y la barra libre. Por otra parte, entre los contrayentes es cada vez más frecuente que haya alguno, sino los dos, totalmente alejado de la práctica religiosa. Asisten a toda esta parafernalia prematrimonial como si se tratara de un requisito engorroso, pero necesario e ineludible para que el evento cumpla con todo el protocolo.

El bautismo de los neonatos es otro momento clave al contemplar la transmisión de la fe, podríamos decir, de manera más institucionalizada. No en vano, los padres y padrinos deben ser conscientes de que asumen la responsabilidad de transmitir la fe católica a su retoño, y el ministro del sacramento debe asegurarse de que los padres son sabedores de esto y de los principios de la doctrina católica. La papeleta se solventa con una entrevista que el párroco o cualquier otro sacerdote (no necesariamente el que va a bautizar) mantiene con los padres. A los padrinos, aunque pueden estar presentes, se les considera menos importantes a este respecto. La entrevista no es inquisitorial. Naturalmente, no se trata de espantar a nadie de la Iglesia. Todos confían en que la verdadera importancia estriba en la propia celebración del sacramento, y que el Espíritu Santo ha de ser el verdadero artífice milagroso de la conversión paulatina de esta nueva alma a la fe católica. En muchas ocasiones, éste será el último contacto que la familia tenga con la Iglesia católica hasta que, en el mejor de los casos, llegue el momento de la Primera Comunión.

Ya dijimos que la Primera Comunión sigue siendo un momento culmen en el que las parroquias se vuelcan a la hora de acoger a los niños en la catequesis. Los padres que han decidido que sus pequeños no prescindan de este protagonismo festivo aceptan la catequesis como si de una actividad extraescolar más se tratara. En las parroquias, conscientes de la importancia que los padres dan a este acontecimiento, suelen poner condiciones más o menos estrictas, no sólo en cuanto a la organización en sí de la actividad sino también en cuanto a la práctica religiosa. Por ejemplo, suele recabarse el compromiso de que asistan a la misa dominical convocada expresamente para los niños. No obstante, la flexibilidad es una característica bondadosa que siempre está presente de alguna manera. No en vano, los padres también ponen -a veces imponen- sus condiciones, algunas de lo más pintorescas y sorprendentes. De hecho, intentan que la catequesis se adapte al resto de actividades extraescolares y no a la inversa.

Los catequistas desempeñan una labor esencial para inculcar a los niños las verdades del credo católico y el conocimiento de los personajes bíblicos más relevantes. Naturalmente, lo hacen con técnicas y planteamientos adaptados a la edad, de una manera infantil, como no puede ser de otro modo. Muchas veces suplen extraordinariamente esa laguna de religiosidad que los niños han padecido en su propia familia

La catequesis de Primera Comunión suele durar dos o tres cursos y los catequistas desempeñan una labor esencial para inculcar a los niños las verdades del credo católico y el conocimiento de los personajes bíblicos más relevantes. Naturalmente, lo hacen con técnicas y planteamientos adaptados a la edad, de una manera infantil, como no puede ser de otro modo. Muchas veces suplen extraordinariamente esa laguna de religiosidad que los niños han padecido en su propia familia hasta que llegó el momento de asistir a esta catequesis. Lo lamentable es que muchos de estos niños, quizá la mayoría, se quedan en esta experiencia infantil de la fe y de la religiosidad. Fundamentalmente es porque los padres continuarán siendo ajenos a la vivencia religiosa y a la implicación activa en la educación de la fe. Es esta la razón por la que en las parroquias se intenta también catequizar, de alguna manera, a los propios padres. Pero esto no siempre se aborda con el rigor y alcance que requiere. Recientemente conocíamos la experiencia de una parroquia, constituida sobre todo por familias jóvenes, en la que la catequesis de Primera Comunión se imparte los sábados. Mientras los niños están con sus catequistas los padres tienen la obligación de asistir a su propia catequesis. De esta manera, toda la familia se dispone al mismo tiempo para profundizar en la fe que profesan. Este requisito ha supuesto un filtro natural, empujando a muchos padres a otras parroquias. En general, la gran mayoría de padres acuden a las parroquias que mejor se adaptan a sus condiciones, limitaciones o gustos.

La catequesis de Confirmación es de vital importancia a la hora de clarificar, depurar e inculcar las verdades de la fe católica. Se trata de un momento en el que los “candidatos” han alcanzado una edad suficiente como para actuar en nombre propio. Se acercan voluntariamente a la actividad catequética, si bien la acometen de manera secundaria. Casi siempre son otras actividades las que priorizan. En unas parroquias esta catequesis comienza a los doce años, en otras a los trece, en otras a los catorce, incluso a los quince; y suele durar dos o tres años. Se asiste durante una hora o tres cuartos a la semana y es difícil, no imposible, pero difícil, conseguir sacar algún tiempo más, por ejemplo para tener una mañana de retiro espiritual. Las ausencias son más frecuentes que lo deseable y, a veces, puede salir un grupito complicado en el que, a duras penas, se consigue mitigar el bullicio y mantener cierto orden. Pero también hay grupos extraordinarios que se entregan y participan en conversaciones de gran calado y enriquecimiento para todos los que asisten. Lo que resulta muy complicado es continuar con la actividad catequética una vez que se celebra el sacramento.

Ciertamente, debemos subrayar que la Iglesia católica, iluminada por el Espíritu Santo y por mandato de Jesucristo, está llamada a ser la garante y transmisora del mensaje evangélico de salvación. En el contexto actual, poco favorable, esta misión resulta arduo complicada. Cierto que la complicación para evangelizar ha sido un denominador común a lo largo de la historia; sin embargo, las características de las dificultades actuales, en las que no ha lugar a profundizar, aunque han quedado reflejadas en el comienzo de esta reflexión, difieren esencialmente de las de otras épocas. A pesar de ello, los inconvenientes con los que se encuentran los agentes evangelizadores de la Iglesia católica no parece que sean abordados desde el rigor, la coordinación y la unidad de criterio. No nos referimos al mensaje evangélico sino, sobre todo, a la dinámica organizativa y la eficacia de la actividad catequética. A algunas de estas disonancias nos referiremos a continuación.

Habría que partir de la premisa de que “ser católico” no es obligatorio. Ni siquiera la tradición, sea familiar, nacional o cultural, es un elemento determinante para que se asuma de manera mecánica una fe que está llamada a establecer los principios ineludibles por los que conducir nuestras acciones a lo largo de la vida. Se cometería un pecado de soberbia y falta de caridad si proclamáramos excluidos de la salvación eterna a todo el que no haya pasado por la pila bautismal católica. A pesar de ello, no es lo mismo ser católico que no serlo. Todas las religiones no son iguales, ni en su fundación, ni en su doctrina, ni en las concepciones más profundas de sus seguidores más relevantes. Pero las particularidades de ese juicio eterno al que todos seremos sometidos, católicos y no católicos, creyentes y no creyentes, son desconocidas para nosotros. Dios quiere que todo ser humano pase a ocupar un lugar próximo a Él, en una eternidad liberadora de todo sufrimiento y limitación física. Pero Dios no ha creado autómatas, quiere contar con nuestra voluntad, por eso nos ha hecho libres. Esta libertad es la que permite hacernos preguntas cuyas respuestas nos conducen a actos de amor o de odio, de bondad o de malicia, de relación o distanciamiento de Dios, de elección de una u otra religión. Si para todo ello Dios nos ha hecho libres, a la Iglesia católica -como a todas las demás- no le corresponde más que ser rigurosa en cuanto a la exigencia que determinan los fundamentos doctrinales. Ser católico no es obligatorio, pero si se quiere ser católico hay que cumplir con la doctrina católica. Si no es así, se acaba desvirtuando la propia religión terminando por desaparecer, difuminarse o provocando los cismas heréticos.

La Iglesia católica, cauce y guía de la fe
Las familias eligen a la carta la parroquia que mejor se adapta a sus requerimientos. Pueden hacerlo porque cada parroquia plantea las catequesis de manera diferente. La preparación para el sacramento de la confirmación no es homogénea ni en la edad que se aborda, ni en la programación, ni en los contenidos. Si acaso, se llega a conseguir una cierta coordinación entre los distintos grupos que tenga una misma parroquia. La preparación de los catequistas deja, a veces, mucho que desear llegándose a predicar, incluso, planteamientos contrarios a la propia doctrina católica.

Fe y obras, amor a Dios y al prójimo, son ejes sobre los que la fe católica debe girar. La celebración de los distintos sacramentos forma parte de ese hilo conductor que nos atrae, que tira de nosotros venciendo las debilidades humanas, para que nuestra vida se convierta en el camino de paulatina perfección que nos acerque a Dios, proporcionándonos así un estado de felicidad y mayor equilibrio personal. La Iglesia nos guía a través de la liturgia sacramental para que nuestra fe discurra por el cauce apropiado. Los católicos, por su parte, han de conocer el sentido y alcance de la práctica sacramental. Por supuesto que Dios, a través del Espíritu Santo y con los sacramentos como soporte simbólico, es quien actúa de manera decisiva. Sin embargo, ya dijimos que Dios no ha querido crear autómatas; la Iglesia no debe, por tanto, permitir ni mucho menos propiciar, el acceso automático a las celebraciones sacramentales. Por eso es de vital importancia la formación catequética, porque nuestra libertad debe ser informada y formada. De esta manera, y quizá única manera en la que nosotros podemos intervenir, Dios tendrá el camino allanado, preparado, para poder actuar. No es de recibo dejarlo todo en Sus manos omnipotentes y milagrosas. Se trataría de una confianza justificada; pero no dejaría de ser, por nuestra parte, una actitud irresponsable, injustificable, injusta e indolente. Las catequesis, por tanto, deberían ser abordadas de manera prioritaria, con rigor, con la temporalidad más adecuada a la edad y el momento vital, así como al sacramento próximo a celebrar, coordinadas al menos en el entorno diocesano e impartidas por catequistas preparados suficientemente.

La realidad, sin embargo, es muy distinta. Las familias eligen a la carta la parroquia que mejor se adapta a sus requerimientos (a veces, caprichosos). Pueden hacerlo porque cada parroquia plantea las catequesis de manera diferente. La preparación para el sacramento de la confirmación no es homogénea ni en la edad que se aborda, ni en la programación, ni en los contenidos. Si acaso, se llega a conseguir una cierta coordinación entre los distintos grupos que tenga una misma parroquia. La preparación de los catequistas deja, a veces, mucho que desear llegándose a predicar, incluso, planteamientos contrarios a la propia doctrina católica. La catequesis de preparación para el bautismo, determinante entre los primeros cristianos, es abordada en nuestros días más como un puro trámite institucional, si acaso, exculpatorio de responsabilidad, que como un verdadero proceso de iniciación al mensaje evangélico y a la doctrina de la Iglesia. No nos negamos a que el bautismo se lleve a cabo en los primeros meses de vida, pero los padres deberían asumir fielmente esa preparación iniciática y la Iglesia debería asegurarse de que así ha de ocurrir. Sería fundamental, en este sentido, que el sacramento del matrimonio fuera celebrado con las debidas garantías y con la preparación humana, psicológica, teológica y litúrgica que requiere. Volvemos a insistir en que no es obligatorio “casarse por la iglesia”, pero quien lo haga que sepa al menos lo que está haciendo. Ser católico no es lo mismo que ser socio de un club de tiempo libre, ni el clero católico está llamado a convertirse en la junta directiva de ese hipotético club ávido de captar socios para ganar así relevancia social. Y, por último, aunque no de una menor trascendencia, los colegios de ideario católico, acosados por la realidad social y el poder político, tampoco contribuyen a favorecer decisivamente la transmisión de la fe, acción que debería recorrer de manera transversal todo su proyecto educativo.


Notas

El Movimiento de Oxford estuvo dirigido, entre otros, por Newman el cual siempre estuvo ligado a esta universidad. Sus miembros pretendían llegar a demostrar que la verdadera Iglesia de Jesucristo era la anglicana. Sin embargo, conforme avanzaban en su investigación (Newman llegó a traducir al inglés las obras de los Padres de la Iglesia) se iban convenciendo de que la verdadera Iglesia era la católica. Muchos de los miembros de aquel grupo se convirtieron al catolicismo, lo cual les supuso un gran rechazo social. (Volver al texto)

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