El distanciamiento de la práctica religiosa es cada vez más frecuente, incluso entre los jóvenes que se han educado en familias católicas que celebran los sacramentos de manera habitual. Dejando al margen que esta situación responde a un proceso que no es casual -en alguna ocasión lo trataremos-, viene de lejos, y en el que intervienen diversos factores; la impresión es que no existe conciencia sobre la necesidad de acercarse a los sacramentos. Tan solo, y en el mejor de los casos, cuando se contemplan como un acontecimiento social. Puede existir la fe en Dios, pero no deja de ser una fe insustancial, deforme, incoherente y falta de formación.

Pero ¿sirve para algo tener fe?

Llegados a este punto en el que deberíamos ir concluyendo sería oportuno hacerse tal pregunta. La gente parece vivir alegremente, la sociedad del bienestar cubre en gran medida las necesidades vitales básicas, incluso aquellas que no son del todo esenciales. El sistema de atención sanitaria cuida de nuestra salud con resultados, a veces, milagrosos. Cuando la enfermedad es persistente y mortífera, como ocurre con el temido cáncer, la comunidad se parapeta estratégicamente organizando carreras populares y recolectas monetarias que consiguen contrarrestar de alguna manera la frustración y el infortunio ante la desgracia. La muerte no está presente en nuestra sociedad, la percibimos de soslayo, como si de una realidad ajena se tratara, en la idea huidiza de que falta mucho para que nos toque a nosotros o a nuestros allegados. Si le sucede a una persona mayor siempre parece quedar la sensación de que es un alivio para los que se quedan. Sí, nos apenamos en el caso de una muerte inesperada de una persona joven, pero la recuperación puede ser fácil de lograr dados los medios farmacológicos y terapéuticos que la ciencia pone a nuestro servicio. Para el dolor físico, la melancolía o la desesperación ansiosa existen remedios cada vez más eficaces que nos alejan del padecimiento. Aunque para unos hay más facilidad que para otros, la obtención de placeres, en fin, sea cual sea su tipología y dimensión, es accesible a cualquier edad y condición. ¿Qué necesidad hay para elucubrar sobre la existencia de Dios? Es un esfuerzo intelectual estéril que no reporta beneficios tangibles. Asumir una visión trascendente de la existencia nos dispersa inútilmente de lo cotidiano, del aquí y ahora. Si Dios existe, Él verá lo que hace con nosotros cuando finalice esta vida. De momento, vamos a vivirla lo mejor posible. Y la verdad es que hemos conseguido vivirla muy bien.

Muchas personas discurren acomodadas en el transcurso de sus días con una visión muy parecida a la descrita. Realmente, no existe conciencia de que Dios nos sea necesario. En el mejor de los casos, si alguien consigue estimular las emociones de aquellos más sensibles y poco dados a las profundidades teológicas, termina por arrastrar al acosado hasta alguna de las múltiples sectas a las que ha dado lugar el protestantismo. También los católicos actuales, al modo protestante, se han impregnado de esta emotividad insustancial que basa la práctica religiosa en lo que apetece antes que en lo que debe ser. Sin embargo, ser conscientes de la existencia de Dios debería dar lugar a una coherencia de vida materializada en dos vertientes distintas. Por un lado, que Dios exista es algo tan extraordinario que la vida misma termina por perder su sentido si no profundizamos, cada uno a su nivel y posibilidades, en Su conocimiento y acercamiento. Por otro lado, reconocer la existencia de Dios no debería despertar en nosotros más que gratitud y fidelidad a Su persona. Pero la sociedad moderna, la que nos hemos construido, hace tiempo que nos viene alejando del virtuosismo agradecido y fiel, hundiéndonos a la vez en la superficialidad más pavorosa e impropia del ser humano.

En este sentido, aunque la naturaleza humana está llamada a un orden elevado que a su vez la ennoblece y dignifica, los individuos terminan por adaptarse a la simplicidad instintiva que los distancia de la trascendencia, aferrándolos a lo material e inmediato. Sin embargo, esa naturaleza con frecuencia echa en falta que se cubran todas sus demandas, no solo las más prosaicas, sin que los tratamientos que aporta la ciencia sean suficientes para superar o contrarrestar los desequilibrios. Quizá sea ésta la razón por la que el número de suicidios aumenta exponencialmente, también entre los más jóvenes. Quizá sea ésta la razón por la que las consultas de psicólogos y psiquiatras tienen cada vez más demanda, consiguiendo sólo mitigar en parte los problemas que les llevan los pacientes. El propio terapeuta se convierte con frecuencia en paciente. Quizá sea ésta la razón por la que en tantas y tantas ocasiones se cambia de vida, de residencia, de pareja, de apariencia estética y hasta de sexo, sin conseguir dar con una identidad propia que permita reconocerse como persona creada a imagen y semejanza del Creador.

Pero ¿sirve para algo tener fe?
Quizá sea ésta la razón por la que el número de suicidios aumenta exponencialmente, también entre los más jóvenes. Por la que las consultas de psicólogos y psiquiatras tienen cada vez más demanda, consiguiendo sólo mitigar en parte los problemas que les llevan los pacientes. Quizá sea ésta la razón por la que en tantas y tantas ocasiones se cambia de vida, de residencia, de pareja, de apariencia estética y hasta de sexo, sin conseguir dar con una identidad propia

Pero no podemos dejar de referirnos a un elemento sin el que el ser humano pierde todo soporte que lo sustenta. Se trata de la Esperanza. Mientras que cualquier otro ser de la naturaleza no espera nada, tan solo sobrevive sin preguntarse por lo que ocurrirá en el minuto siguiente; el ser humano siempre espera algo, cuando deja de esperar se produce un vacío que lo desborda, que lo anula, que pervierte su naturaleza. Nuestra vida está llena de pequeñas esperanzas que nos pueden contentar, pero siempre anhelamos la gran esperanza de eternidad a la que estamos llamados, aunque la neguemos tozudamente. Todos podríamos reconocer a nuestro alrededor ejemplos vitales de esto a lo que nos referimos. En nuestro caso traeremos un par de ellos, recientes, que se contraponen e ilustra el planteamiento expuesto.

Se trata de un matrimonio de edad avanzada. María y José (no son nombres ficticios) tienen varios hijos y nietos, pero viven solos porque pueden valerse por sí mismos. Son muy religiosos, ambos piadosos creyentes que se acercan a diario a la celebración de la eucaristía con verdadero fervor. Él se contagia del COVID y es ingresado en el hospital. Ya no se volverán a ver porque a los pocos días muere y le entregarán las cenizas a una de las hijas, esperando que sean las de su padre. La dignidad con la que José afrontó los últimos días de su vida, sustentada en la gran Esperanza de encontrarse ante la Verdad absoluta y el rostro de Dios, sólo podemos sospecharla porque murió en soledad. Fijémonos en la viuda, que permanece sana y debe enfrentarse todavía a un tiempo indeterminado de vida, aunque sabe que se encuentra en la parte final de su existencia. María está afrontando esta dramática coyuntura de su vida con una serenidad, naturalidad y equilibrio que impresiona, incluso, a los que tienen fe. Naturalmente, María está triste. Su vida ha cambiado drásticamente. Ahora vive sola, cuando siempre ha estado acompañada con la persona que la ha hecho crecer, que la ha complementado desde tiempo indefinido. Su vida, ahora, está incompleta, debe adaptarse y llenar sus días… ¿de qué? De algo que ella conoce bien: de Esperanza.

En paralelo, conocemos el dramático desenlace de otro matrimonio muy similar al anterior. Ahora sí, aunque los personajes sean reales, y hasta queridos por quien suscribe, utilizaremos nombres ficticios, Inés y Juan. La diferencia con aquellos sólo es una, estos son incrédulos, no tienen fe, viven alejados de la práctica religiosa y abiertamente manifiestan no reconocer a Dios. Inés suele afirmar que no cree en aquello que no puede ver (paradójicamente, también va perdiendo la visión en sus órganos oculares). Juan no se encontraba bien, pasaba los días atormentado por los dolores que tenía, hasta llorar amargamente. Se trataba de un enfermo rebelde que se negaba a obedecer a los médicos a pesar de que tenía problemas de corazón. Al agravarse su estado de salud es ingresado en el hospital, pero como no se ha contagiado del COVID puede estar acompañado por una persona. A los pocos días muere. Como no hay peligro de infección es enterrado en el cementerio y lo pueden presenciar sólo su esposa e hijos. También Inés debe ahora enfrentarse a la soledad tras haber convivido con un hombre bueno durante años, toda una vida. Pero Inés no sólo está triste, apenada, desconsolada; Inés se encuentra ante el reto de tener que descubrir el sentido que tiene vivir los últimos días, meses, años de su vida. Quizá caiga en la cuenta de que, después de todo, a lo mejor es verdad que Dios existe. Pero si se empecina en su incredulidad, una existencia terminal sin esperanza es lo más angustioso a lo que un ser humano puede enfrentarse.

A pesar de todo, por más evidente y razonable que se nos muestre la realidad de Dios, siempre ha lugar a la rebeldía de quienes llegan a reprochar que la fe no es más que un consuelo irracional que fabrica la mente de los más débiles e ingenuos. No obstante, aunque así fuera, bendita ingenuidad que permite una existencia digna como ninguna otra; reconfortante y serena, sin antidepresivos ni ansiolíticos; y una muerte esperanzada, plácida, tranquila. Pero es que, llegar al convencimiento de que Dios está presente en nuestra vida, de que Jesucristo se hace presente en la eucaristía, de que el Espíritu Santo se manifiesta cuando nos acercamos al sacramento de la penitencia, es mucho más que un alivio terapéutico para superar nuestra ignorancia. Y si concluimos que la fe tiene valor en sí misma, y nos permite ser más propiamente humanos, puesto que la capacidad de trascender es sólo exclusiva del ser humano; debemos concluir al mismo tiempo que no son igualmente válidos los postulados y las doctrinas de cualquier religión.

Pero ¿sirve para algo tener fe?
Bendita ingenuidad que permite una existencia digna como ninguna otra, reconfortante y serena, sin antidepresivos ni ansiolíticos; y una muerte esperanzada, plácida, tranquila.

Gilbert Keith Chesterton (1874 – 1936) fue un escritor y periodista británico. Aún educado en la sociedad anglicana, su juventud transcurre en una indiferencia activa hacia Dios y la religión. Sin embargo, Chesterton fue siempre un insaciable buscador de la verdad, razón por la que sus impulsos le acercaron al conocimiento del cristianismo anglicano que le era propio. Pero no le termina de convencer esa artificiosa religión surgida de la vanidad de una monarquía sectaria y déspota. A pesar de formar parte de una sociedad ancestralmente intolerante hacia todo lo católico, se convierte en 1922 provocando la animadversión y hasta las iras de sus contemporáneos. En 1926 este lúcido y coherente intelectual escribe en uno de sus innumerables ensayos las razones que le llevan a la conversión católica:

La dificultad de explicar «por qué soy católico» radica en el hecho de que existen diez mil razones para ello, aunque todas acaban resumiéndose en una sola: que la religión católica es verdadera. Podría rellenar todo este espacio con distintas frases que empezaran con estas palabras «Es la única que …», como, por ejemplo: 1. Es la única que impide que el pecado se mantenga en secreto. 2. Es la única en la que aquel que es superior no puede serlo desde la arrogancia o la altanería. 3. Es la única que libera al hombre de la degradante esclavitud que supone comportarse como un niño. 4. Es la única que se expresa en términos de autenticidad; como si fuera un mensajero verdadero que rehúsa alterar el verdadero mensaje. 5. Es la única clase de cristianismo que de verdad aglutina a toda clase de hombres; incluso a los que son respetables. 6. Es el intento más ambicioso de cambiar el mundo desde dentro; trabajando a través de las voluntades, no de las leyes; y así sucesivamente.” Nota.

Pues bien, después de las palabras de Chesterton ya no es prudente añadir mucho más. Tan sólo invitar al posible lector a que indague en sus textos -y en los de otros-, y que confíe en lo que personas honestas y de prestigio intelectual nos han legado. Porque a la fe se puede llegar por la razón. Y concluir que la fe católica debe ser objeto de transmisión, pero no una fe católica edulcorada y viciada. Una fe cuya doctrina pueda ser pervertida y acomodada bajo la presión y el influjo de las apetencias a las que nos empuja la modernidad. Los sucesores de los apóstoles, con los presbíteros bajo su autoridad, deben ser los garantes de que la doctrina de Jesucristo llegue hasta cada nueva persona que comienza su existencia. Para ello, lo que precisa de adaptación, reforma, incluso de drásticos cambios, ha de ser el método, el medio para transmitir esa fe. Siempre en el bien entendido que la fe católica no es un marchamo de calidad distintiva sino la autopista que nos puede conducir a una relación íntima y personal con el Dios que todos anhelamos descubrir.


Notas

Chesterton, G. K. (2010). Por qué soy católico (recopilación de ensayos). Madrid: El buey mudo. Pag. 163. (Volver al texto)

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