Mis hijos

Nadie nos ayuda tanto a madurar como los propios hijos. Al afrontar su educación, si se hace de manera coherente, no hay más remedio que replantearse cuestiones que dejamos aparcadas en otros momentos de nuestro camino hacia la vida adulta. Este ha sido nuestro caso. La educación de los hijos, con su felicidad como objetivo final, requiere de una madurez personal que posiblemente hoy esté faltando en muchos casos.

Nosotros debemos agradecer a nuestros hijos su existencia, única e irrepetible. Pero también su nobleza, su respeto y su comprensión. Las incidencias reales que su evolución nos ha ido presentando, con las peculiaridades de cada uno, con sus reflexiones, infantiles pero ocurrentes y con absoluto sentido, con sus altibajos en las relaciones sociales, y en fin, con su apremio para que participáramos activamente en el ámbito escolar, han sido un excelente estímulo que nos ha ayudado a intentar ser cada día un poco mejor.

En la actualidad ya son personas adultas de las que nos sentimos orgullosos. No son como a nosotros nos gustaría que fueran, pero es que no tenían que ser lo que nosotros quisiéramos. Con dificultades, mejor o peor, han conseguido situarse en la vida. Ellos lo han tenido bastante peor que nosotros. ¡Parece mentira! Hemos construido una sociedad tan complicada, y perversa en muchos aspectos, que resulta ahora mucho más difícil situarse laboralmente de manera estable y con un salario digno, conseguir estabilidad sentimental, sacar adelante una posible descendencia.