Transmisión de la fe en la familia y la parroquia
La familia, qué familia
Una breve reseña sobre la familia actual
"Dado que los designios de Dios sobre el matrimonio y la familia afectan al hombre y a la mujer en su concreta existencia cotidiana, en determinadas situaciones sociales y culturales, la Iglesia, para cumplir su servicio, debe esforzarse por conocer el contexto dentro del cual matrimonio y familia se realizan hoy." (Nota 1)
A lo largo del tiempo, formar una familia fue la aspiración de los jóvenes, en nuestro país y fuera de él. Aunque el amor no fue siempre el germen de la institución familiar, en la actualidad se ha convertido en la razón fundamental para su constitución. Desde hace algún tiempo, enamorarse ha empezado a ser el detonante para estimular un pretendido compromiso vital tendente a fundar una familia. Pero ese “enamorarse”, con frecuencia, hace caer a los amantes en un abismo pasional que no permite, muchas veces, calibrar razonablemente la durabilidad y solidez del vínculo matrimonial que sustenta la convivencia familiar. Aunque enamorarse es un buen comienzo para ir conformando la mejor estructura del hogar familiar, el apasionamiento propio del encuentro en los enamorados nace con fecha de caducidad. Al pasar el tiempo, la novedad decae, la convivencia rutinaria impulsa la imaginación hacia elementos ajenos, los desacuerdos erosionan la relación personal, y la intimidad, propia del vínculo amoroso, se difumina o emborrona. No obstante, las personas insistieron hasta décadas recientes en unirse matrimonialmente para lograr así una legitimación que les protegiera y les permitiera salvaguardar ese vínculo que daba solidez a la institución familiar. Un vínculo que se constituía con la pretensión fundamental de la procreación, ya que los hijos eran vistos como una forma de perpetuarse en el tiempo, y todos nos resistimos a desaparecer fatalmente de esta existencia material a la que la vida nos aferra.
De tal manera, los hijos fueron siempre el elemento a proteger, pero también proporcionaban una cierta cohesión de los vínculos familiares. Como si no se concibiera un ente familiar sin la existencia del preciado elemento filial. Sin la pasión propia de los inicios, la rutina cotidiana presidiendo cada amanecer y una relación sin intimidad ni complicidad entre los progenitores; los hijos se convertían en la razón, quizá exclusiva, para mantener en el tiempo una relación mecánica e inconsistente. Si bien es cierto que, con el declive de la vitalidad, al pasar de los años, aquellos jóvenes que conformaron el núcleo familiar, ahora ya con los hijos ausentes, se han podido convertir en compañeros necesitados que llegan incluso a trasladar una imagen de ternura y hasta conmiseración. Atrás quedaron los sinsabores, discusiones, enfrentamientos y, hasta puede que, conatos de violencia.
Sin embargo, el control científico sobre la procreación ha permitido transfigurar el sentido de la unión matrimonial. Ya no se presentan los hijos de manera azarosa. Si no vienen cuando se buscan, se intentan conseguir a toda costa a través de diversos métodos proporcionados por la ciencia. La adopción ya no es un recurso habitual porque los niños concebidos y no deseados se eliminan sin moderación ni pudor. Si la pasión amorosa incontrolada provoca una concepción imprevista, esa impertinente descendencia será eliminada de manera aséptica, protegida por la ley y hasta subvencionada con dinero público. Los hijos se conciben así como un bien poseído más o menos a capricho. Y en este alarde de satisfacer caprichos, las nuevas familias manufacturadas tampoco escatiman recursos materiales que les facilite la vida. Ahora bien, a los sacrificios se les pone un límite. Por los hijos hay cuestiones que ya no se supeditan. Por la familia, tampoco. Una de ellas es la llamada realización personal o profesional. Eso de realizarse como persona en la vida. Otra es la propia convivencia paterna cuando la desavenencia se torna insoportable, en cuyo momento, al margen de escrupulosas consideraciones, los progenitores optan por rehacer sus vidas independizándose el uno del otro. Como consecuencia de ello, los hijos se convierten en apéndices que cuelgan de la vida de sus padres.
Cada vez son más excepcionales esas familias que se constituyen sustentadas por el amor conyugal entre personas comprometidas de por vida y aún con la mirada en la eternidad, que preservan su intimidad sexual como ejercicio y prueba de amor incondicional al otro. Entre personas que buscan refrendar ese amor ante quien conciben como origen y causa de la existencia poniendo a la sociedad entera como testigo de su compromiso. Entre personas que no conciben a los hijos como una posesión de consumo sino como una sublime colaboración con el Creador, dispuestos a supeditar cuanto sea necesario para conformar el mejor ecosistema familiar que contribuya a que esos hijos madurenLos jóvenes actuales parece que ven en el amor el único valor constituyente de lo que podría denominarse familia. Ahora bien, se trata de un amor sostenido y mantenido por el deseo concupiscente. Un amor de pasatiempo divertido, viajes más o menos exóticos y fines de semana alegremente evasivos. Un amor que ya no se somete a la voluntad de los amantes, sino que se supedita al discurrir natural de la convivencia. El compromiso que se confían es temporal, hasta que dure el amor. La fidelidad se rinde fácilmente ante el deslumbramiento de una nueva sílfide. Ya no es necesaria acreditación alguna para constituir un supuesto núcleo familiar. En el mejor de los casos, si deciden pasar por una vicaría, eclesiástica o civil, que refrende su unión de pareja lo hacen después de haber convivido “al modo familiar” un tiempo indeterminado. Los hijos ya no son vistos como el elemento fundamental de estas familias de tan heterogéneo orden convivencial. Estos hijos pueden buscarse o no; si vienen, puede ser antes o después de la celebración pública y gozosa del amor de pareja; y si existen, ya no suponen un freno ni una condición para que los progenitores, ya sea el A, el B, o ambos, hagan uso de su libertad e independencia.
En las familias más tradicionales, incluso constituidas antaño sobre el matrimonio sacramental, pueden verse hoy descendientes que conviven en pareja, con independencia del modelo erótico-sexual de cohabitación. Los padres de estas familias más ortodoxas ven, con frecuencia, cómo las generadas por sus hijos se desvanecen en la desestructuración más devastadora y generadora de sufrimiento. Y, en fin, cada vez son más excepcionales esas familias que se constituyen sustentadas por el amor conyugal entre personas comprometidas de por vida y aún con la mirada en la eternidad, que preservan su intimidad sexual como ejercicio y prueba de amor incondicional al otro. Entre personas que buscan refrendar ese amor ante quien conciben como origen y causa de la existencia poniendo a la sociedad entera como testigo de su compromiso. Entre personas que no conciben a los hijos como una posesión de consumo sino como una sublime colaboración con el Creador, dispuestos a supeditar cuanto sea necesario para conformar el mejor ecosistema familiar que contribuya a que esos hijos maduren y se conviertan a su vez en colaboradores de la divinidad.
De tal suerte, en la actualidad no se termina de ver con claridad cuáles son los rasgos que caracterizan propiamente a la familia. Esta es la razón, a nuestro juicio, por la que se habla tan profusamente de los distintos modelos de familia. Tal variedad de modelos hace imposible reconocer lo propio de la institución familiar, por lo cual, en la práctica ya nadie sabe identificar claramente a qué nos referimos con la palabra familia. En nuestro caso, para poder ocuparnos de la trasmisión de la fe en la familia, en principio, no tenemos más remedio que contemplar el modelo de convivencia en el que existe al menos un niño y un adulto, en el mejor de los casos progenitor de ese niño, pero no necesariamente. Por supuesto, es necesario también aceptar que nos referiremos a esos adultos que, teniendo niños bajo su responsabilidad, tienen asumida una fe que podrían estar dispuestos a transmitir. Naturalmente, pensamos en la fe católica. Hacemos estas matizaciones porque en el seno de la Iglesia Católica conviven un sinfín de modalidades familiaristas. Entre los católicos, aunque formen parte de “familias clásicas”, son cada vez más frecuentes aquellos que no sólo aceptan sino que justifican las bondades de la diversidad familiar. Naturalmente, siguen existiendo jóvenes con intención de formar familias fundamentadas en el sacramento del matrimonio, pero la tendencia indica que cada vez son menos frecuentes; y si lo llevan a cabo, los contrayentes no suelen ser coherentes con las exigencias del sacramento.
----------------------------------------------------Nota 1: Juan Pablo II (1981). Familiaris consortio